Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS
Fue un actor tan lleno de vida que, la verdad, le sale francamente mal el papel de muerto: no nos lo creemos, Agustín. Sobre todo porque durante muchos años le has dado gloria al cine español. Nadie podrá hacer de cura después de verte en ‘La Escopeta Nacional’ de Berlanga, junto a Luis Escobar (otro de los grandes que se marchó sin pedir permiso).
Ahora vendrán los homenajes, algo que no le gustaba especialmente.
Su genio atravesado era tan real en la vida misma como en el cine. Podemos decir de él que era un personaje que se había construido hacia adentro: bien formado y mejor preparado, de los que bordaba un guión con cuatro guiños bien hechos. Tan bueno sin papel como con él, dominaba la simbología de los gestos.
Imagen que contrasta con los nuevos talentos de la escena, tan preparados para las entrevistas y la sonrisa mediática. A él no le hacía falta resultar agradable, total, era parte de su personaje, que se mezcló con la vida, o quizá fuera al revés. Garci supo darle el sitio que le correspondía con unos personajes entrañables dentro del costumbrismo más dulce.
Lo último fue una obra de teatro que, ahora sí puedo decirlo, se me antojaba poca cosa para su gran capacidad.
De haber leído estas letras seguro que habría dicho: “¡no quiero homenajes!, gacetilleros que sólo os interesáis por uno cuando está mal, ¡iros a hacer puñetas!”.
Idos estamos, pero muy tristes.
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