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Sótano Octavo

noviembre 8th, 2013 - Rafa en la prensa - Sin comentarios

AUTOR: DAVID TORRES
MEDIO: PUBLICO.ES
FECHA: 8 DE NOVIEMBRE 2013

En sus Seis propuestas para el próximo milenio, un libro que hay que leer y releer, Italo Calvino defiende la ligereza en oposición a la gravedad, una lección que nos viene de fábula a los españoles, que somos un pueblo grave por definición, un pueblo rimbombante y barítono. Para explicar el concepto de ligereza, Calvino se inventa a un pintor chino, Chuang Tzu, a quien el emperador le encarga pintar un cangrejo. Chuang Tzu pide cinco años porque es un encargo difícil. Pasados esos cinco años, el emperador pide ver su cuadro, pero Chuang Tzu le dice que todavía se está preparando y solicita otros cinco años de prórroga. Al final, tras diez años de espera, el emperador vuelve a visitar a Chuang Tzu y el pintor coge el pincel, se dirige al lienzo en blanco y, de un solo trazo, dibuja un cangrejo, “el cangrejo más perfecto que jamás se haya visto”.

Es lo que ha hecho mi amigo Rafael Martínez-Simancas: pintar el cangrejo más terrible de nuestra época prácticamente de un plumazo en un libro redondo y perfecto, Sótano octavo, que es un soberbio corte de mangas al cáncer, al miedo y a esa seriedad tan española. A Rafael le diagnosticaron un linfoma va ya para dos años y este libro es la crónica de su lucha contra la enfermedad y su paso por los diversos viacrucis hospitalarios, un calvario que Rafael relata con una alegría formidable y un humor quirúrgicamente incorrecto, porque puede hacer saltar los puntos de las carcajadas. De hecho, Sótano octavo, más que un libro, es un balón de oxígeno, un chaleco salvavidas, una herramienta diseñada para ayudar a otros enfermos a encontrar un camino en ese país angustioso y desolado del cáncer, a enseñarles que de allí se sale y que su obligación, como la de los prisioneros, es escapar cuanto antes.

A Rafael lo conozco desde hace unos cuantos años y lo veo reflejado en cada página con esa sonrisa enorme de niño que nació ya pivot y esa chufla gamberra de los motoristas todoterreno que se sacan el casco y amanecen calvos. Pero siempre me dejará estupefacto y admirado su facilidad de palabra, ese virtuosismo de pintor chino con que lo mismo se saca de la manga una columna que una biografía de Julio Anguita que un resumen de noticias y que lo lleva a encontrar siempre el lado más luminoso de la vida, como cuando dice en un momento del libro que, con las operaciones que lleva encima, lo más práctico es sacarse un bono-quirófano.

Una vez acompañé a Rafael al cerro de Igueriben, donde él hizo la promesa de escribir una novela a la memoria del coronel Benítez y los trescientos valientes que murieron defendiendo la retirada de las tropas españolas en Annual. En sus momentos de desánimo, Rafael baja del cerro de Igueriben hasta el sótano octavo, donde nadie puede acompañarlo, ni los médicos, ni las enfermeras, ni los amigos, ni los familiares, ni nadie: ese lugar que es el último círculo de la soledad, la bóveda más profunda del miedo, pero en seguida sube con su pincel de pintor chino a animar a amigos, familiares, médicos y, sobre todo, a los demás enfermos empitonados por las cornadas del cáncer.

Este libro, parido entre las punzadas y las cicatrices, la convalecencia y el lento goteo de la quimioterapia, parece escrito a pleno sol, en la atalaya de Igueriben, ese día en que, como nos tenemos prometido, volveremos juntos una vez más a contemplar el mar de África.

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La enfermedad que sabe a cobre

octubre 19th, 2013 - Rafa en la prensa - Sin comentarios

(“COLPISA“, VOCENTO, sábado 19 de octubre 2013)
Autor: Antonio PANIAGUA

Al periodista Rafael Martínez-Simancas le dieron hace casi dos años una mala noticia. La ecografía mostraba unas manchas preocupantes que acabaron revelando su peor faz: un linfoma, un cáncer en la sangre. Desde entones hasta mayo de 2012 el escritor e informador ha pasado por seis sesiones de quimioterapia y visitado cinco veces el quirófano.

Cuando le confirmaron que padecía un linfoma no Hodking tipo B folicular grado 3 se le quedó cara de pánfilo. No entendía el galimatías. Después le explicaron que su cáncer era de “evolución lenta pero enormemente agresivo”. Su primera reacción fue pensar por qué precisamente él. Y a continuación se hundió en el desconsuelo, en “un paisaje lunar en que eres el único habitante”. Pero una vez superado el primer golpe, Martínez-Simancas ha hilvanado un relato valiente y bienhumorado sobre su lucha personal contra el cáncer. El resultado es el libro ‘Sótano octavo’ (Ediciones B), con el que intenta ayudar a otros pacientes que se encuentran en el mismo trance.

Nada más saber que padecía un linfoma, Martínez-Simancas tomó conciencia de su soledad. “A partir de ese momento la vida ya no es igual. Te condiciona, te obliga a pasar por unas revisiones periódicas, a controles de sangre casi semanales, con el temor siempre a una posible reincidencia”, asegura.

La quimioterapia tiene consecuencias ambivalentes: arrasa con células sanas y malignas. Se lo dijo una doctora a Simancas con un toque de candor: “te ponemos malito para luego poder curarte”. Aparte de los daños y efectos secundarios, lo malo es que el “chute de quimio” le dejaba al escritor un sabor metálico en la boca. “La quimio cambia el sabor de las cosas, sobre todo del agua, que empieza a saber a metal. Ahora no puedo soportar el olor del embutido ni del jamón. Hay gente, sin embargo, que lo lleva muy bien”. Dice la verdad Martínez-Simancas cuando asevera que hasta una tortuga puede parecer ágil al lado de un paciente enganchado a ese gotero que libera un líquido naranja. La exministra de Exteriores Ana Palacio le confió al autor que después de una de esas sesiones se encontraba como si hubiera aterrizado en Marte.

Cuando a uno le diagnostican un cáncer, aparte de ese descenso al “sótano octavo”, el enfermo se tiene que armar de paciencia ante las preguntas absurdas que le plantean los amigos. Desde “¿te sientes mal?” a “¿quieres unas flores?”, las inquietudes de los allegados por el bienestar del paciente rozan el humor surrealista.

Lidón, la mujer de Martínez-Simancas, se hizo con una carpeta color lima para guardar los papeles de la enfermedad, los informes, las altas, los análisis y citaciones. Pronto la carpeta empezó a engordar y se hizo tan voluminosa que necesitó apartados y archivadores, de modo que unos documentos remitían a otros y crecían como las matrioskas. En esta historia clínica improvisada están recogidos la aparición en el cuello del primer ganglio centinela, gracias al cual se sabe la tipología del linfoma, la operación para extirpar un melanoma o el expediente en que le prescribían la realización de un autotrasplante de médula ósea. Como dice el propio afectado, a punto estaba de adquirir un ‘bono-quirófano’.

Pese a que no es el mejor lugar para hacer conocidos, en el hospital se acaban haciendo buenos amigos. El periodista conoció en el hospital La Paz de Madrid a un hombre extraordinario. Se llamaba Víctor, era octogenario, tenía leucemia y estaba muy enamorado de su esposa, una mujer con la mente desvaída por el alzhéimer. De su pensión vivían él, su mujer, su hija, el marido y dos hijas. Víctor murió y dejó como legado a Martínez-Simancas una de sus piedras, porque le gustaba coleccionar minerales. “Quería morirse y lo logró a pesar de que dejaba aquí a la mujer que más le había gustado en su vida y que, tocada por el alzhéimer, le olvidaría muy pronto por desgracia. Los girasoles no viven mucho tiempo”, escribe el autor.

También ha conocido Simancas a médicos y enfermeras dignos de un homenaje. Ha abusado de la confianza de María Alcocer, una buena doctora y amiga reencontrada al cabo de los años a quien Simancas asaetaba a preguntas sobre sus síntomas y evolución.

Estando postrado en la cama y siendo asiduo visitante de la sala de hematología, uno aprende a apreciar el valor de las pequeñas cosas. Desde la alegría por el viernes que preludia el fin de semana hasta el gusto por vestir un pijama propio y no esos trapos tan desangelados que el hospital procura a los pacientes. El testimonio de Rafael Martínez -Simancas acaba con su autotrasplante y la recepción de una “médula tierna”. Lo que acontece después está aún por escribir.

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