Conducta hostil

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

La paranoia de la seguridad, como el sueño de la razón, produce monstruos. En el aeropuerto de Knoxville (Tennesse), funciona en pruebas una máquina diseñada para detectar terroristas. Imagine que está en una cola y de manera aleatoria le apartan, le meten en un cuarto umbrío, le preguntan en un idioma que no conoce y en función del tono la máquina decidirá si es usted candidato a dos añitos en Guantánamo, con los gastos pagados.
Se llama Cogito y según sus creadores es capaz de detectar al 85% de los esbirros del mal, aunque también admiten que se equivoca en un 8%, ¡ah, se siente! Si la máquina le ha detectado a uno posibles conexiones con el Mulá Omar o que conoce el camino por el que escapó en Vespa por los montes de Tora Bora, no le cabrá recurso alguno. El sistema recuerda al mecanismo que tenían algunos aeropuertos de la extinta Unión Soviética: un maromo tovarich de abrigo de dos vueltas con aliento de vodka caducado miraba a los ojos de los pasajeros, según decían era capaz de distinguir a un asesino por la mirada. Estoy convencido de que muchos de los que se levantaron aquella mañana con una leve conjuntivitis pasaron a Siberia como gentileza del Estado.

Los inventores de Cogito dicen que es una máquina experta en detectar conducta hostil al analizar parámetros biométricos como sudor frío, alteración del pulso o violentas subidas de la presión arterial. Por otra parte, son síntomas muy parecidos a los pasajeros que sienten pánico a volar, así que Cogito aplicado a las colas del Puente Aéreo provocaría una auténtica escabechina penal en hombres de negocios y pacíficos ciudadanos.

Se trata de dotar a la máquina de la verdad de un respaldo jurídico, algo insólito pero cierto y que recuerda a los penalistas del XIX que estaban convencidos de que el asesino pertenecía a cierto tipo físico. La dialéctica seguridad/libertad nos deja algunos esperpentos, una idea perversa mecanizada no es más que una tontería enchufada a un cable. Sería mucho más eficaz crear una gran abuela virtual, una ancianita vestida de negro a la que le tuviéramos que echar el aliento. Una máquina que con una sola pregunta: «¿De dónde vienes, rapaciño?», fuera capaz de deducir si hemos fumado, hemos pecado o somos buenos chicos. Y que diera pellizcos de monja después de hacernos prometer que nunca más volveríamos a pensar que Bush no es ni bueno ni guapo.

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