La batalla inútil de Cañada Real

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

La cañada (Real) es una coña (real). Después de la acción judicial, policial y de la desidia política que ha atravesado varias legislaturas; después de la carga con los heridos y después de que a un agente le hayan roto la mandíbula ¡por cuatro sitios!, las chabolas se vuelven a alzar. Ponen cemento, rabia y algún diente roto para hacer la masa con la que levantan paredes, lo hacen tan deprisa que parece que riegan los ladrillos con agua milagrosa. La Cañada Real es la gran favela de Madrid, el culo del mundo, ese lugar donde no se atreve a entrar el Séptimo de Caballería a buscar a Toro Sentado. Su abandono ha sido secular, una cuota de pobreza admitida por el Ayuntamiento y la Comunidad como el que tiene hierbajos en el jardín.
Han tenido que ir a dar porrazos para que Madrid se diera cuenta de esa inmensa bolsa de pobreza con la que convive y que está rodeada de diversas M-40, aunque sus pobladores saben que lo suyo es ser carne de cuneta. Ellos están acostumbrados a estar al margen de la ley, al margen del progreso y al margen de la atención administrativa. Hay un Madrid del Siglo de Oro alrededor de la Plaza Mayor, un Madrid neoclásico, otro modernista y hasta uno que aspira a ser Manhattan con cuatro torres espectaculares; pero también hay un Madrid de vergüenza que mantiene las condiciones de vida de Atapuerca, donde se hacinan gitanos e inmigrantes.

Ahora que Garci rueda el 2 de mayo en Fuente El Saz de Jarama, podría fijarse en el video de la carga policial, (y posterior respuesta brutal de los habitantes de la Cañada), para recrear la cabalgada de los mamelucos por la calle Mayor. Los soldados de Napoleón tiraron de sable hasta que la sangre se los dejó inservibles igual que se embotan los cuchillos jamoneros; en esta ocasión las pelotas de goma silbaron entre ancianos y bebés recién nacidos. Para qué el desalojo si todo vuelve a quedar como estaba, si construyen de nuevo sobre el solar que dejaron las máquinas excavadoras. Uno se puede poner en la piel de ese policía con la mandíbula desmontada y hacerse una pregunta: «¿por qué?». El colmo sería que el agente cuando acabara su baja se tuviera que incorporar, de nuevo, al pelotón del desahucio. El Ayuntamiento se podría preguntar para qué ha servido esta nueva edición de la batalla de Solferino que ha derramado sangre estéril. Mientras durante el día acuda la policía y por las noches reconstruyan las paredes del fuerte, nada cambiará. La Cañada es otra de esas contradicciones del Estado del bienestar que, a menudo, prefiere no ver para no llevarse un susto.

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