La isla de la miseria

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

En el año 1922 el rey Alfonso XIII se aventuró a adentrarse en lo que, entonces, era una esquina de España: las Hurdes. Y lo hizo con el doctor Marañón que luego dejó constancia escrita de aquella misión a una tierra, “dónde están los más hambrientos de los más pobres”. El viaje comenzó en la plaza porticada de Casar de Palomero. Casi cien años después el rey no tendría que cabalgar varias jornadas para encontrar restos de las Hurdes que en Madrid le llaman “El Gallinero”, y lejos de la referencia a una granja idílica se trata de un auténtico patio de monipodio dónde los pobres subsisten igual que náufragos en la isla de la miseria. Resulta duro escribirlo pero si el mundo fuera plano “El Gallinero” estaría en la peor de las esquinas.
Una comitiva con David Lucas a la cabeza se dio ayer una vuelta por la zona y pudo comprobar lo mismo que había visto la misión comandada por Ángel Pérez días antes: niños harapientos que compiten con las moscas a comerse sus mocos, ratas por el suelo, hedor de aguas fecales, y dónde no hay barro hay polvo, y dónde no hay techo hay una plancha de metal agujereado. Se hacen las fotos oportunas, los periodistas toman nota mientras los habitantes de “El Gallinero” les ven como supongo mirarían los marcianos a una misión llegada desde la tierra, (gente de paso que les entorpece su vida cotidiana durante un tiempo pero que luego volverán por el camino, a lomos de sus coches todo terreno). Se irá la moderna comitiva a las Hurdes y volverán los niños a darle patadas a una lata de conservas.
Es posible que en algunas chabolas tengan parabólica para ver la “champion league” pero aunque tengan pantalla plana no han recibido la auténtica señal del mundo globalizado. En esas condiciones un chaval no puede desarrollarse más que en el peor de los sentidos, son carne de cañón, supervivientes de arrabal, niños que compiten por un trozo de comida con ratas gigantes que engordan con los residuos y con la miseria. Niños sin escuela ni esperanza.
Se marchan las cámaras de los fotógrafos y se quedan de nuevo sumidos en el pleistoceno de la cultura, diez minutos después de que el hombre hubiera inventado el fuego y quién sabe si habría hecho experimentos con la rueda. Es Madrid pero también podría ser el mismísimo infierno, pero no la versión poética de Dante, sino la más sórdida de los colegas de “El Vaquilla”.

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