El emperador del habano

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Supongo que la muerte no le habrá cogido por sorpresa a quién trabajó entre cenizas y cajas, sabía que todo lo que prende y luce termina su existencia en la última bocanada. Su dosis diaria era de cuatro “cigarros”, (así llaman a los puros en Cuba), el primero a las seis de la mañana, y con ese régimen llegó a cumplir 91 años en el tajo diario ocupándose de su extensa plantación en Pinar del Río. En mayo de 2006 concedió una entrevista a M2 (EL MUNDO) durante una de sus visitas a Madrid, en sus páginas dijo: “fumar no ha de ser saludable pero tampoco malo”. Su cara era el mapa de la parte occidental de la isla, una piel convertida en cuero duro por el sol del trópico.
Era el único hombre en el mundo que cuando viajaba en vez de enseñar el pasaporte podía mostrar la vitola. De charla amable y chistosa aplicaba su talante de guajiro, (hombre del campo), a todos los órdenes de la vida, “uno ha de amar a la tierra y preocuparse por ella. La tierra te habla y la debes escuchar”, decía. Le llamaron “Su Majestad el Habano” por los contactos con gente importante que había hecho a lo largo de su extensa en su vida, “estuve hace poco con el rey de Malasia… tiene una bonita casa ese señor”, (decía a EL MUNDO). Lo normal es que los famosos visitaran la casa de Robaina en San Luís, corazón de la comarca tabaquera de Vuelta Abajo, un lugar dotado de un paisaje de exhuberancia tropical y llano sólo interrumpido por mogotes que se pierden en un horizonte siempre verde. En el porche de su casa se dieron cita García Márquez, Sting, Compay Segundo, (al que conoció cuando el cantante trabajaba en una fábrica de tabacos), y también algún actor de Hollywood aficionado al tabaco, entre ellos Jeremy Irons con el que tuvo una buena amistad. Putin le pidió dos cajas, una de ellas acabó en manos de Clinton porque Robaina creía que el tabaco debía unir a Cuba con Estados Unidos. Con todos charlaba amigable y se dejaba fotografiar como el que se sabe una institución, de tal manera que aprendió a posar como lo hacen las catedrales góticas, siempre mostrando el mejor ángulo al objetivo. Su última cita colectiva fue el pasado 20 de marzo, su cumpleaños, la casa se llenó de una veintena de amigos que conocían su enfermedad y quisieron estar con él.
Cuando no despachaba famosos lo que hacía era irse a la cama temprano cuando se iba la luz en el campo, para amanecer con el canto del gallo y darse una vuelta al amanecer entre las hojas de tabaco que son material muy sensible y están expuestas a todo tipo de parásitos dispuestos a agujerearlas. Aprendió el oficio de su padre, y éste a su vez del abuelo Robaina, español de origen, que dio nombre a la marca. Entonces era lo habitual, también lo hizo Jaume de Partagás, catalán, que acuñó su propia vitola en el mismo año. Desde 1845 los Robaina se han dedicado al cultivo del tabaco, una tarea que ahora queda en manos de su nieto Horishi, al que dedicó todos los consejos que había aprendido tanto los que adquirió por la genética como por los que añadió con la experiencia. Deja una extensa familia compuesta por cinco hijos, diez nietos, once biznietos y ocho millones de puros al año lo cuál es una notable actividad tanto familiar como profesional.
Tenía claro quién mandaba en la isla y aunque Fidel se quitó del tabaco para pasar a hacerse fotos con yougures de bífidus activos, Alejandro Robaina le siguió enviando cajas con puros como parte de la atención de un hombre del campo con el amo. Es verdad que fumaba pero nunca un puro entero, siempre el primer tercio y después de la foto los dejaba morir en el cenicero. Lo suyo es que hubiera sido incinerado pero en San Luís no conocen esa técnica. Ha vuelto al lugar del que surgió: a la tierra. Decía Cabrera Infante que no mata el humo sino la vida, y así ha sido. Ya es una leyenda envuelta en humo, lo que siempre buscó.

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