Artistas de circo

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Hay dos momentos en los que todo el circo sale a la calle: cuando llega a una ciudad para anunciarse y cuando muere uno de sus miembros para despedirle. Es el caso de la comitiva que acompaña a Ángel Cristo, al que primero se le murió la profesión y luego la vida por falta de público. Ya no son tiempos de boxeadores sonados y de domadores de bigote en punta, los oficios cambian y por eso extraña ver juntos en la calle a la mujer barbuda, al gigante, al hombre más fuerte del mundo, al tragafuegos, a la bella equilibrista y al gentil trapecista. Más al fondo los enanos que llegan tarde.
Ellos, los del circo de toda la vida, son el capítulo final de “El viaje a ninguna parte” de Fernando Fernán Gómez. Ellos, los artistas del circo, honestos hombres y mujeres herederos de los nómadas, saben que el oficio se acaba. Igual que se terminaron los mieleros, los caldereros y apenas quedan personas que hierren a las caballerías porque ahora los caminos son de todo terreno. El circo se lee cada mañana en el periódico, los payasos salen en la tele sin necesidad de sacar entrada para verlos, Belén Esteban aúlla como Charlie Rivel cuando los focos se van hacia ella, la orquesta ameniza los descansos de la publicidad y algunas televisiones de plasma vienen con la opción a olor de pis de tigre para darle más realismo a los documentales de La 2.
Ángel Cristo no era, precisamente una persona entrañable si no más bien un iracundo bebedor de pacharán entre la sesión de tarde y la de noche, pero guardaba la idea de reconstruir su viejo imperio igual que Constantino y balbuceaba ante las cámaras su pasado glorioso sin darse cuenta de que sus leones son los más viejos del geriátrico. Pero su fe era tal que confiaba en quitarle veinte años de encima a las fieras, darle un planchado a la capa y salir de nuevo a la pista redonda dónde se habla con chulería de gañán. Igual que hizo cuando era el marido de la gacela más bella. Antes de que llegaran los malos tiempos Ángel Cristo compartió caravana con la hermosa Bárbara Rey; “rey” fue él, y “angelical” ella.
Deja viuda, dos hijos y una colección de trajes horteras que huelen a tigre. Y, quizá alguna deuda por pagar porque cuando uno está por meter la cabeza dentro de la fiera no está para acordarse de las deudas, ni de los deudos. El caso es que le han presentado a la muerte y él ha pedido una silla, se ha quitado el cinturón y la tiene acorralada. Dice que tiene toda una eternidad para domarla.
El hombre bala, un tipo agradecido, se ha vestido de manera parsimoniosa para meterse dentro del cañón. Cuando acabe el redoble volará por encima de la red por última vez en su honor. Es el adiós del circo a una vida improrrogable como decía la publicidad.

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