Platerilla y yo

(“EL BOLETIN“, jueves 10 de octubre 2013)

La semana pasada en la reserva de burros de ADEBO, en Rute, nació la pequeña Platerilla a la que me une una especial relación fraternal: es mi nieta puesto que es hija de Avutarda. La pequeña Rucha es también hija de Gandhi, el burro de Jesús Quintero. No es la primera vez que Avutarda, que ya ha cumplido doce años, me hace abuelo. En la anterior ocasión tuvo un borriquito con el “hijo” de Diego Carcedo, “Carballón”, que posteriormente mejoró de estirpe porque fue apadrinado por la reina Sofía cuando visitó las instalaciones en la sierra subbética.
Platerilla va a tener una vida interesante, de entrada parece que irá a vivir a la casa de Juan Ramón en Moguer para estar en la cuadra que visitarán niños y turistas en el centenario de “Platero y Yo” que será en 2014. Los burros tienen enormes parecidos con los humanos a pesar de que en el lenguaje los hemos maltratado, desde hace cientos de años nos acompañan en nuestro caminar sin pedir mucho a cambio. Burro hubo en la biografía de Jesús, ni Benedicto XVI se atrevió a negarlo cuando dijo que en el portal de Belén no había ni mula ni buey. Recuerda Pascual Rovira un proverbio árabe que dice: sigue a una cabra y te despeñarás pero sigue a un burro y encontrarás a un pueblo. Con esa sabiduría milenaria ha sabido construir una reserva singular en la que conviven hijos de Alberti, Cela, Gala, ¡y hasta apadrinados por las Ketchup!, así es la mezcla racial.
Los burros han padecido una mala fama debida a que han sido demasiado dóciles y buenos. Usado como arma arrojadiza el diccionario de la RAE los tiene “hombre o niño bruto e incivil”, pero Rovira ha demostrado lo contrario, hasta ha logrado que se interesen por la música. Y también tienen querencia al arte porque conviven entre obras expuestas al aire libre.
Mi nieta se irá a Moguer tras la huella de Juan Ramón que fue el primer poeta que les dio categoría, el primero en atreverse a narrar las virtudes de Platero, y por supuesto se ganó la enemistad de otros autores que lo tuvieron por cursi redomado. Pero el caso es que cien años después la cuadra sigue en Moguer, cerca de aquel “rincón secreto de mi huerto florido y encalado” que narraba el poeta en “El Viaje Definitivo”.

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