Público taurino

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Una vez le preguntaron a Curro Romero qué público prefería para sus faenas, si el de Las Ventas de Madrid o el de La Real Maestranza de Sevilla, y el torero respondió: «A mí el público que me gusta es el del tenis porque están callados y aplauden lo justo». Pero eso ocurrió hace mucho, cuando Juan José Castillo narraba las jugadas como un gentleman de la televisión en blanco y negro, prodigiosa voz la suya que hacía más estilizadas las voleas de Santana, fue él quién patentó aquella expresión multiusos: «¡Entró, entró!» En aquellos tiempos si alguien tosía en mitad de un set se le echaba de la pista entre murmullos de desaprobación. Ahora es distinto: el respetable que acude a las canchas lo hace para disfrutar del espectáculo en su sentido más lúdico, incluso con bocinas futboleras.
Pretender que el personal en La Cartuja guarde un circunspecto silencio como en Wimbledon es una estupidez. Y estoy convencido de que para los jugadores es un festival de adrenalina sentir el aliento colectivo de una masa que ruge; Rafael Nadal disfrutaba con los coros palmeros que le hacían desde las gradas, y torero él se sintió más sobre albero maestrante que sobre tierra batida, ahí se le vieron quites y adornos, escenas de peligro y también toreo de salón. Sevilla ha dado ejemplo de cómo se puede remendar un deporte creado por los británicos para las aburridas tardes de té y risitas a media voz, para dotarlo de sangre española en las venas. Lo que se vive en el pabellón es un ambiente de final copera que le da otro aire distinto, más vivo. Nada que ver con los aplausos rácanos de Roland Garros, donde acude el pijerío parisino para estampar las gradas con los colores de moda. En Roland Garros hay gente que parece bajada de un cuadro, sólo les falta ponerse un marco para subrayar la indiferencia burguesa, esa apatía natural que viene con los cromosomas y distingue del pueblo llano. Me refiero a ese amplio colectivo de los «antes muerta que sencilla».

Sevilla es otra cosa. Lo sabían los organizadores, habían calculado muy bien la presión que podía ejercer el público y buena parte del éxito del equipo español es suyo. Cuando convenía a Nadal y Moyà, el público hacía el campo más ancho y luego lo estrechaba para defender, es un simple ejercicio de práctica con el diafragma, cuestión de retener la respiración en el momento oportuno. Y luego «un poquito de por favor», un «oé, oé, oé» para minar la moral estadounidense.

Este sentido lúdico del tenis, tan distinto a cómo era, tiene un lado negativo para el juez de silla. El del partido Nadal-Roddick habrá terminado sordo, los tímpanos huecos como si alguien hubiera hecho una mudanza en el interior de las orejas. El pobre hombre intentaba poner orden con el protocolo habitual pero sus «silencio, please. Grasiasss», acento de Wisconsin, sólo contribuían al cachondeo general. Tan quemado salió que me cuentan que se va a pasar a la petanca, al menos allí las bolas caen sobre un suelo mullido y la gente se excita menos.

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