TRAS EL 11-M

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

La capital tiene ahora dos enormes mausoleos civiles en plena calle, dos inmensos monumentos funerarios plagados de fotos, velas, ramos de flores, poemas, mensajes de paz y frases de repulsa al terrorismo. Es el homenaje de toda una nación a las víctimas de la masacre del pasado jueves. En la estación de Atocha, las vidrieras y vestíbulos se encuentran inundados de cirios y crespones negros, mientras la Puerta del Sol amanece cada día con decenas de ramos de flores frescas y muestras de cariño hacia aquellos que ya no podrán volver a pasear por el kilómetro cero o contemplar el oso y el madroño.
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Después de cuatro días… seguimos llorando en seco. Apenas quedan lágrimas, pero nada nos rescata de esta sensación de heridos maltrechos, terrible resaca de pena que se alarga en el tiempo como una mancha de tinta en una pila bautismal. El Madrid bombardeado ha organizado unos templos civiles donde se guarda silencio ante las velas, los mensajes escritos con trazo infantil, las fotos de los que se fueron, las letras de las canciones que nos gustaría oír, las flores sin remite, el humo de la tragedia. Antes de que las autoridades levanten el monumento oficial, la gente (una ciudad sin gente no tiene sentido… es un parque temático del cemento) ha construido una escultura del recuerdo junto a las vías del tren. Mariano Benlliure nos enseñó que el monumento funerario debe ser lo más realista posible. En cada vela que palpita uno encuentra el aliento de los que perdieron la voz, un escalofrío cierto que tiene nombre y apellidos. Los templos son, en cierto modo, fundiciones de buenos deseos que someten la voluntad a altas temperaturas para luego convertirla en ríos de corrientes solidarias. Madrid siempre fue muy dada a movimientos de carácter anónimo que le salvaron en los tiempos difíciles, e igual que escondió a La Cibeles o trasladó los cuadros del Museo del Prado, no va a dejar que un lobo pardo se coma a sus hijos cuando salen de casa con la tartera y el cuaderno de clase.Esta ciudad no se dobla, puede que se sienta herida pero está fuerte.
La poesía urbana se puede leer en cada uno de los mensajes que se han trenzado con el cariño con el que se peina a un hijo enfermo.El grado de emotividad de los templos civiles hace que los versos más sencillos se conviertan en hermosas piezas literarias. Para entender a esta ciudad hay que leer los epitafios escritos en hojas cuadriculadas de cuaderno escolar. El antropólogo curioso sabrá lo fuertes que fuimos cuando haga una tesis acerca de los mensajes depositados, escritos para que duren más que las inscripciones del Valle de los Faraones. Cada uno de ellos es una nota a la deriva que lanza un náufrago de afecto por si algún día llegara a la persona interesada, porque aquello que se escribe toma naturaleza de idea permanente. Decía Machado que un hombre no es hombre hasta que no oye su nombre en la boca de la mujer que ama, por eso Madrid escribe a sus hijos perdidos para que sepan cuánto les llegó a querer. Obligación de todos es mantener prendidas las velas más allá del tiempo que duren sus mechas. Si la tumba del soldado desconocido la conserva un jardinero municipal, las velas y los mensajes deben ser conservados con mayor motivo.

Uno de los templos está en Atocha, que es el puerto de Madrid al que cada amanecer llegan riadas de trabajadores, la puerta de entrada a la que hemos llamado los hijos de la emigración para pedir paso libre. Atocha es el gran corazón de hierro modernista que bombea gente de bien que viene cargada de sueños (y de sueño).Entre esos mensajes de la estación leo un «Madrid te quiero» que simboliza mucho en este momento en el que las vías que tradicionalmente se unen en el horizonte se nos han estrechado aquí mismo. Querer es echar en falta el roce de las personas que ya no están y comprobar cuánta falta nos hacemos mutuamente, aunque a diario coincidamos en el mismo vagón sin cruzarnos una palabra.

Madrid del crespón del recuerdo es un espacio en el que se mezclan lenguas y colores de piel, un pasillo ancho por el que cada mañana transitan trabajadores y estudiantes para probar fortuna, una ciudad de enorme variedad étnica que mira al suelo y ve flores y velas, mensajes y letras de paz, que se niega a olvidar y busca un buen motivo para creer que hoy será un día mejor.

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