Correctores de pruebas

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Tengo un amigo en una importante editorial que es un tipo discreto, gran lector (es evidente), y un escritor de carril que se gana el sueldo corrigiendo lo que escriben los demás. En sus manos recae todo el peso de una obra literaria, autores famosos y premiados confían en su mirada de cirujano antes de sacar una obra de los hornos de impresión. Si la gente supiera la cantidad de adjetivos que ha regalado y los consejos que ha tenido que dar a firmas de grandes ventas, se quedarían preplejos. Pero a él le da igual porque lo considera parte de su trabajo. Uno de los tipos más brillantes de las letras españolas usa chaqueta de hombre corriente y vuelve a casa en autobús. Nunca le pedirán un autógrafo.
Siempre he creído que el verdadero poeta es el que se guarda los versos para él, o para su entorno más íntimo, y que huye de la fama como hoguera absurda donde van a morir párrafos enteros. Mi amigo, sin publicar nada ha contribuido a las letras españolas más que catorce ferias del libro, y sin embargo no le luce porque no quiere. Yo le digo que es un torero de salón, o como un alpinista que corona una montaña pero que estima ocioso colocar una bandera. Y él me tiene dicho que en todos los oficios hay un corrector de pruebas por infalible que sea el proyecto y por importante que sea quién lo avale. Seguro que en la NASA hay un tipo que es el encargado de revisar todos los controles, el que se queda sin comer y del que depende que la misión llegue al cosmos. Una persona que comparte oficio y categoría sindical con el pasante de un despacho de abogados al que le toca llevar la agenda de los plazos que vencen, o al aprendiz de arquitecto que le corresponde revisar las sumas del maestro. En ese sentido siempre ha habido correctores de pruebas: los que trabajaron en los talleres de Leonardo y de Miguel Ángel; los que alineaban las piedras de las pirámides de Egipto; los que contando estrellas le corregían el rumbo a las carabelas de Colón.
En los oficios donde sólo hay máquinas se echa en falta al corrector, como cuando tienes un problema con una expendedora de billetes de tren. Uno reivindica el noble oficio del ventanillero que era el corrector de nuestros errores, la persona que sabía distinguir entre pasillo y ventanilla, expreso y TER. Cada vez se lleva más el billete electrónico, la banca por Internet, las entradas también por Internet y el mensaje de amor escrito en un ?sms?. Cuando se informatice del todo el proceso editorial los libros serán una catástrofe, saldrán como latas calientes del expendedor. Los correctores no son infalibles pero al menos tienen cara y ojos, son los que ocupan los últimos despachos iluminados de la ciudad. Maestros en extinción del oficio.

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