Los muertos de Madrid

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Yo tuve un amigo poeta, cuando empezábamos en esto de contar y escribir, que decía con cierta frecuencia: “hablemos de los muertos mientras estemos vivos, porque cuando estemos muertos no podremos hablar de los vivos”. Ha pasado mucho tiempo y mi amigo ya no está, se murió por un error como se muere la gente decente, un médico le inyectó una sustancia que le arrancó de este mundo enviándolo al de la poesía para siempre. Y yo pienso en él porque me toca escribir de muertos cuando mi amigo no puede hacerlo de los vivos; se cumplió su sentencia.

Hay un Madrid de los muertos que nos supera en número y posiblemente en calidad humana. Un Madrid de cementerios, nichos y lápidas que nos espera con la certeza de que acabaremos en su censo. Es cuestión de vida, o mejor cuestión de muerte.
Uno no tiene el menor interés en acelerar el proceso, todo lo contrario, mientras haya personas en este mundo que merezcan la pena es mucho mejor estar en esta aventura, aunque nos duela. Creo que es el amor el que nos mantiene vivos, la soledad despelleja.

Ese Madrid de difuntos que se atasca en los cementerios una vez al año es una cita obligada. No tenemos la elegancia de los campos santos de Francia o de Italia donde la muerte es elegancia artística. Aquí es una muerte más funcional pero no menos sentida.

Mi amigo hubiera preferido que le enviara una copa de vino tinto a su tumba antes que un recuerdo escrito. No sé si en el más allá tienen banda ancha, no sé si me leerá.
En los cementerios he encontrado páginas de héroes escritas en el telegrama de un epitafio. Para el día que llegue, (lo más tarde posible), he encargado que me pongan: “ha sido un placer”.

Mi amigo el poeta, el que escribía a Madrid desde el sur, el que tenía la capacidad de reducir sentimientos a unas líneas métricas, aquel se comía la vida a versos, nunca me habría dejado escribir con pena de los muertos. Lo sé.

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