El toro

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Aquel toro de Osborne que decoraba el desmonte hubiera sido considerado hoy una provocación, casi una contaminación visual de perniciosas consecuencias, (los pocos que quedaron tuvieron que pasar por el reciclaje intelectual de ser convertidos en obra de arte). El peor avispero que podía pisar el Gobierno es el debate sobre prohibir la muerte del toro en plaza, tan sólo plantearlo como hipótesis ha provocado urticaria. La ministra Narbona, hija de crítico taurino, sabe que sólo anunciar la propuesta perjudica a los partidarios de la tauromaquia.
Los toros tienen un componente emocional que no resiste los rayos X de la lógica, en el extranjero nunca lo podrán entender salvo como locura colectiva de un pueblo que brama en tardes de sol y moscas, pero aquí son una forma de entender la vida. Cuanta más luz se vierta sobre el mito, peor para él, la liturgia no resiste explicaciones. Dice Manuel Vicent que la diferencia entre un taurino y un detractor de la Fiesta radica en que los taurinos no ven la sangre del animal, la toman como efecto colateral asumible. Esa es una posición de partida irreconciliable, imposible de rebatir con argumentos lógicos y con la lectura apasionada de biografías tan interesantes como la de Chaves Nogales: Juan Belmonte, matador de toros. Siempre habrá una parte de españoles que entiendan que hay arte donde otros ven carne picada y pezuñas enrojecidas, incluso negarán la categoría de intelectuales a quienes hayan defendido la Fiesta en algún momento de su vida.

Algunos desorientados tratan de dividir el debate en las dos Españas, ignorando que la República mantuvo las corridas de toros que luego el franquismo también recogió, no tanto para potenciar una fiesta de la derecha cavernícola, sino porque es una tradición arraigada contra la que no pudieron luchar. No hace falta haberse leído el Cossío para entender que los toros en los pueblos son el símbolo de que llega la fiesta. Incluso en el comportamiento de la andanada, siempre tan anárquica y ruidosa, podríamos encontrar el germen de la democracia participativa.

En tiempos de una España más católica y ultramontana se permitió que el torero fuera adorado como santo laico. No, no es un debate entre derecha e izquierda, acaso entre campo y ciudad; los toros se entendían mejor cuando éramos gente de pana, no tanto ahora que tenemos pantalla de plasma y conexión on line. Hoy los chiquillos que quieren hacer carrera rápida sueñan con ser El Pocero antes que torear de maletilla a la luz de un candil. Los toros, tal y como se entendían en la Iberia de los celtas y luego en los grabados de Goya, en los dibujos de Picasso y en los picadores gorditos de Botero, han perdido su valor romántico. La ministra puede pasar a la historia de la tauromaquia por haber sido la puntillera mayor del reino; de haber vivido en Altamira habría prohibido que se pintaran toros bravos en la pared.

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