El hombre que quería ganar

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Después de un año atado al sillón oficial del palco, Ramón Calderón saltó al césped de La Romareda porque uno no es de piedra, y lo hizo para aproximarse a los socios que habían asistido al milagro ante la Virgen del Pilar. El gesto fue muy criticado porque, en el fondo, a la gente le satisfacen más las historias que acaban mal que las que tienen final feliz, es cuestión de pura envidia. Mientras no se elabore un Manual de Protocolo y Buen Fútbol cada uno es muy libre de expresar sus emociones como pueda, incluso hasta cuando se trata del presidente de un club que nunca ha dado motivos para el sonrojo. En ese momento se rompió la dialéctica socio/presidente a favor del primero, todo el mundo tiene derecho en su vida a 10 minutos de patio en el recreo.

Ramón Calderón es merengue desde antes de que se inventara el azúcar (en ese sentido más que Celia Cruz, abanderada de las causas dulces musicales). Lleva la pasión por el Madrid como un profundo compromiso moral con la entidad, y durante la temporada le han caído chuzos de punta, sin duda que muchos de ellos motivados por su carácter afable; a veces para ejercer el mando hace falta un punto de mala leche y de distancia solemne. Aunque es verdad que parecer el hermano pequeño de David Niven, primo carnal de Peter O’toole y hacerse los trajes en el sastre de Tony Blair marca distancias, tampoco se iba a someter a un cambio radical por ser presidente del Madrid. A Ramón se le conoce en la capital por ser abogado con despacho abierto y solicitado, aficionado a los toros, seguidor de Morante y de José Tomás, jugador de mus (según él imbatible… bueno, vale), amigo de sus amigos, generoso en muchos aspectos y sin maldad. Quizá ese último punto hay que ejercitarlo en unas clases de pilates para dirigentes, en otro caso te toman por un tierno guía forestal de los bosques canadienses.

No sé si es el mejor presidente que puede tener el Madrid, pero sí me consta que es la mejor persona que lo haya intentado nunca. Tengo por seguro que el día en el que deje el palco se llevará en el bolsillo lo mismo que trajo al cruzar las puertas de Concha Espina: las llaves de su coche añoso y un pañuelo con iniciales, (Calderón no usa kleenex, la celulosa no es material noble en el bolsillo de un señor). Y también tengo por cierto que seguirá en su abono de habitual en la tribuna lateral, fila 4.

El problema de Ramón Calderón es su frialdad británica inmerso en la sociedad futbolera del grito y del espasmo. Le habrán visto en el palco del Bernabéu cuando era silbado, cuando hubo petición de firmas en contra, cuando el balón se negaba a entrar, pero nadie tiene una foto de Ramón sudando o con el nudo de la corbata flojo. Debe ser una pose taurina adquirida en tantas tardes de Las Ventas, nunca hay que descomponer la figura ni aunque el toro tenga malas intenciones. Nunca, ni aunque uno sea el arenero o el monosabio. Ni la victoria, o la derrota, van a cambiar mucho su personalidad.

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