Limusina a la parrilla

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

A la centenaria Gran Vía madrileña sólo le faltaba una limusina en llamas, pues ya la tiene en su álbum de estampas insólitas en la que también se cuenta el toro que estoqueó el diestro Fortuna con el sable de un municipal. Aquello ocurrió el 28 de enero de 1928; la limusina se ha quemado casi en el mismo sitio ochenta y dos años después. Por lo tanto la culpa la tiene el mes de enero. Ya le pueden dar el título de vía de los pasmos, todo lo que ha pasado en Madrid de referencia ha ocurrido allí, desde el desfile en descapotable de Franco con el presidente Eisenhower al coche-falla pasando por el toro y por los artistas de cine que han estrenado película. El epicentro del “mapamundi de Madrid” está en La Gran Vía donde igual se organiza un congreso de top manta que se puede disfrutar de una limusina a la parrilla, (“la voiture flambé” diría un turista francés).
La leyenda urbana atribuye a las limusinas la mayor de las lujurias rodantes, buena parte del mito se alimenta por sus cristales tintados tras los que se vislumbra una Sodoma de champán en zapatos de tacón y risas alocadas de cosquillas en la palanca de cambio. Y va a ser verdad que se trata de un vehículo caliente porque ha salido ardiendo como si fuera un anuncio del infierno. El placer nunca fue una materia ignífuga ajena a las chispas, ¡ni mucho menos!
Alegra saber que los coches grandes, los más llamativos y caros se calientan como aquellos seiscientos que otrora atascaron las calles de Madrid. Escaso consuelo para el dueño de la limusina pero una circunstancia que iguala al lujo rodante con los humildes pelotillas del asfalto. Ya lo dice Pere Navarro que hay que vigilar el estado del vehículo antes de salir del garaje, consejo que vale para un motocarro y para el coche de un futbolista que suele tirar a ovni rodante. Nunca fue bueno un calentón, y menos cuando se origina como éste en el asiento de atrás.

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