Dejarse la vida en la vía

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Los trenes dividen el paisaje en dos orillas y para cruzar hay que pasar, necesariamente, por encima de los raíles porque no siempre hay un subterráneo, o una pasarela, cerca. Todos los días cientos de personas lo hacen, las más habituadas ponen mucha atención y aún así cruzan ágiles hasta ganar la otra orilla sabiendo que caminan sobre fuego. En pequeña escala las vías del tren son un muro de Berlín con el que se convive cerca de los núcleos urbanos y el mapa de nuestra región está sembrado de laberintos de hierro por los que pasan los trenes de cercanías a buen ritmo.
Casi nunca pasa nada, lo contrario es la noticia, pero dejarlo todo al amparo del “casi nunca” no oculta el peligro que existe. Para una locomotora en marcha las personas somos igual que mosquitos que se pegan al morro en verano; el tren no tiene la posibilidad de detenerse en seco, eso sólo pasa en las películas de dibujos animados cuando el Correcaminos se planta burlón. Y no será al maquinista al que haya que culpar si no a la autoridad que no señaliza o que no pone las vallas oportunas, aún así no es extraño que haya quién se cuele por un boquete. Es más fácil de lo que imaginamos porque en muchos casos no queda otro remedio, no es temeridad si no que no hay otro camino.
La vida pasa muy deprisa pero más aún el tren por los raíles y el encuentro siempre es fatal; todos los incidentes acaban en vía muerta, chispas y olor a hierro al rojo vivo. Por supuesto que no es lo habitual pero de excepciones están los cementerios llenos, repletos de personas que se cruzaron con el último tren de su vida. Mala suerte le llaman pero tampoco hay que dejar a merced del infortunio lo que se puede solucionar de una manera mejor. El triste suceso de Casteldefells nos deja la enseñanza de que atravesar las vías del ferrocarril es igual que jugar a la ruleta rusa con todas las balas en el tambor.
La experiencia son sangre entra, hemos aprendido que la distancia más corta entre dos puntos no siempre es la línea recta, no al menos cuando se trata de líneas de hierro paralelas por las que galopa la muerte a toda velocidad.

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