Los finos evaluadores

(“COLPISA/VOCENTO“, martes 13 de noviembre 2012)

Hubo un tiempo en los que si ingresabas la nómina un banco, o caja, salías de la sucursal con la hipoteca, el coche, la batería de cocina, una televisión de plasma y las llaves del apartamento en Torrevieja. Parecían los clientes antiguos concursantes del “Un, Dos, Tres” que se habían llevado la subasta final completa. Lo hacían porque los encargados de evaluar el riesgo se fiaban de cualquier alma humana que pisara una sucursal avalada por una garantía escrita en servilleta de bar. Los pisos subían pero no se encarecía el crédito, al revés, a los perros se les ataba con longaniza ibérica.
Esos que tuvieron “el ojo capitalista” admiten hoy que se dieron demasiadas hipotecas y en muchos casos a personas que tenían un riesgo elevado de insolvencia. Por lo menos hay que sonreír: si alguien cree que un banco se suicida se equivoca, tendrán que explicar por qué tuvieron la necesidad de soltar caja pero esa pregunta tardará un tiempo en ser respondida y mucho me temo que con las ayudas del Gobierno no lo sabremos jamás. Esos expertos en riesgo son los mismos que no se coscaron del peligro de invertir en sellos, o los que se pasaron al Banco de España, el FMI, o la prudencia de los abuelos por el forro. Son los que pensaban que mientras la burbuja le estallara a otro no pasaría nada porque “si en España los pisos son caros es porque la gente puede pagarlos” del ínclito Álvarez Cascos entonces vicepresidente del Gobierno. Supongo que los mismos que ahora se alegran de que el PP y el PSOE que ignoraron los desahucios lleguen a un feliz acuerdo para detener los casos más penosos. En definitiva somos una tierra de grandes cómicos que son capaces de representar un papel y el contrario en el mismo acto teatral, y el público se lo traga aun conociendo el engaño.
A esos tipos que fueron incapaces de calcular los riesgos merece la pena pagarles una jubilación de oro para que no vuelvan a hacer nada en su vida. Lo peor que nos podría pasar es que se reciclaran en controladores aéreos, en médicos anestesistas, en cuidadores de guardería, en autores de novelas. Estar en posesión de carnet de inútil debería acarrear como premio el derecho a pastar en los verdes campos del edén junto a otros ejemplares indultados de las mejores ganaderías financieras de España. Un inútil proyecta al atardecer una sombra parecida a la del toro de Osborne sobre los caminos.
Hasta que no desarrollemos los viajes espaciales y los podamos enviar a la porra en grupos de trescientos no podremos garantizar la calma en la tierra. Las catapultas son muy llamativas pero apenas “desplazan” el problema unos metros. Aquello de podéis ir en paz que Lola Flores recicló con “¡si me queréis irse!”.

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