Lágrimas negras

(“La Gaceta de Salamanca“, domingo 24 de marzo 2013)

Bebo Valdés era un músico enorme pero de cerca parecía mucho mas alto. Cuando vino a Madrid por poco no se da con la cabeza en el marco de la puerta del estudio de radio; hacía frío y llevaba un abrigo que me pareció muy propio de ciudadano del norte, “este chaquetón no es nada comparado con el de allá, en Suecia hace un frío del carajo”. Esa última parte de la frase es muy cubana, allí la usan cuando en el malecón sopla algo de viento en invierno porque el resto del año hace “un calor del carajo”.
Ahora que lo pienso los recuerdos de mis cubanos favoritos están ligados a un abrigo: el día en el que entrevisté a Celia Cruz le ayudé a desprenderse de un pesado abrigo de visón. Cabrera Infante llevaba un abrigo azul de corte inglés, le acababan de dar el Cervantes pero él ya se había convertido en todo un lord del Caribe afincado en Londres.
A lo que iba: las manos de Bebo eran enormes con dedos irregulares amaestrados en la tortura de tocar un piano en el hall de un hotel para entretener a clientes que beben güisqui y comen panchitos. Bebo se dedicó gran parte de su exilio a ese menester, hasta que la fama le sacó del ostracismo y le permitió reunirse con otro grande del piano Chucho Valdés, su hijo, (del que estuvo separado cerca de cuarenta años pero con quién mantenía la cercanía del pentagrama). Chucho aprendió de su padre a distancia, a demasiada distancia pero aprendió.
Cuento que conocí a Bebo Valdés mientras promocionaba un disco con “El Cigala”. Bebo era disciplinado y venía a las entrevistas, “El Cigala” ya me lo habían advertido de la casa de discos: no concedía entrevistas hasta pasadas las cinco de la tarde. Pues casi mejor porque así pude conversar con Bebo de Cuba, boleros y pianos. Para él Cuba era un recuerdo añejo como el ron pero sin sabor; el bolero una puerta para hablar con Dios; y el piano su verdadera voz. Hablaba y tecleaba con sus dedos un morse sobre la mesa de tal manera que su boca contaba una cosa y sus manos podrían estar narrando otra. No había en sus palabras una gota de rencor o de lamento de emigrante, se sentí cómodo viviendo en un país frío. Es posible que el calor que le faltaba lo encontrase en los pianos de hotel en los que ofició de maestro de jazz. Creo que no hace falta decir que era un genio, un tipo muy divertido cargado de anécdotas, con una intensa vida amorosa porque no solo de piano se alimenta un cuerpo.
Igual que la gran Celia hacía promoción allá dónde se le llamara. El disco era “Lágrimas Negras”, lo tengo dedicado porque agarró un rotulador azul con sus enormes manos. Lo que dice no me acuerdo, lo buscaré, pero lo que no olvido es su letra, (ni su música).

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