Triste y sola (crónica de Marbella de Carmen Rigalt)

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Sólo llevo tres días en Marbella, pero dentro de mí se ha instalado una sensación de perplejidad que ya no me abandonará en todo el verano. Es como si asistiera al fin de una época. Marbella agoniza y la gente se marcha sacudiéndose el polvo de los zapatos. Huyen las ratas, y a lo lejos suena un eco que se estrella contra el canto del muecín: ¡maricón el último! Esto se contagia. Hoy me he levantado dispuesta a comprar información para ilustrar la decadencia. Aviso: 50 euros por cada negrita. Si la negrita pertenece a Pedro Román o a Carlos Fernández y trae foto adosada, triplico la oferta. Pero tranquilos, que soy de buen conformar. Me vale Mayte Zaldívar en picardías o Pantoja con cara de perro. También ‘Paquirrín’ en tanga (aunque no me haré cargo de la indemnización por daños y perjuicios a la sensibilidad de los lectores). O Bárbara Rey comiéndose un croupier por los pies (todas las noches, en el casino, se zampa alguno).

La decadencia es una palabra demasiado hermosa para aplicarla a la Costa del Sol. Le sienta divinamente a Venecia, Baden Baden, Biarritz, Deauville, incluso al Monasterio de Piedra. Pero no a Marbella, ciudad de forajidos horteras. Como dice Rafa M. Simancas, la uralita envejece mal. También envejecen mal los falsos rólex, la silicona, los restaurantes de cinco tenedores y la lentejuela bailona. Gunilla envejece mejor, todo hay que decirlo, pero es que Gunilla tiene la naturaleza privilegiada de las momias. Su belleza es incorruptible y milagrosa, como el brazo de Santa Teresa, que todavía vaga por ahí a la espera de reencontrarse con su cuerpo (algo parecido le pasó a Evita Perón, aunque ella se salvó de ser reducida a guarnición de gazpacho). Lo difícil de la decadencia es retratarla. El alma no sale en las fotos. Si saliera, el alma de Marbella tendría agujeros como el gruyere. Los agujeros son recuerdos que se han esfumado.

Estos meses, todo el mundo busca agendas, álbumes, facturas, papeles que expliquen el presente agujereado de Marbella. La historia tiene casualidades. Uno de los detalles más reveladores de lo que ha sucedido en esta ciudad se remonta a los primeros años 60, cuando un grupo de amigos con visión premonitoria decidieron lanzarse al estrellato bajo el nombre de los choris. No cantaban, no bailaban flamenco, no eran monitores de gimnasia, no iban a la Universidad. Pero amaban la buena vida y bebían de gorra. Ellos pusieron la primera piedra, el golpe de gracia (y de jeta) que años después atraería a los trincones de medio mundo. De Marbella, los choris se llevaron el placer. Años después, sus sucesores se han llevado la pasta. Ahí tienen, en la foto, a Juan Antonio Roca arrimándose a Julio Iglesias. Roca no era carismático como Gil, pero se acercó a los famosos buscando su cuota de inmortalidad (la otra cuota todavía no se ha descifrado).

El panorama anda escaso. Escribo: «El mar es azul. La palmera se mueve. Huele a jazmín y a chopitos. El color estalla en las buganvillas y la palmera se vuelve a mover». Podría cambiar las buganvillas por Yola Berrocal, pero no lo haré porque temo que mi jefe se cabree y me devuelva a Madrid a escribir obituarios. Dejo la palmera en su sitio y centro mis esperanzas en Guadalmina (reducto de vascos con sus correspondientes RH: los hay de las dos clases) y el núcleo duro de la Milla de Oro, que aparece a la hora de cenar y desaparece a la hora de adelgazar. Son las principales actividades de los supervivientes marbellíes: coger kilos y perderlos. Todo lo demás es paja. La gente se esconde en sus residencias de verano y pone cara de póquer cuando alguien saca el tema de Alhaurín. Algunos incluso se han quitado de en medio para evitar ser señalados.

En Guadalmina, mientras busco a ese guaperas que vive a bordo de un cochecito de golf (Carlos Espinosa de los Monteros: ¡te necesito!) veo varios audis con señores trajeados que ocultan su mirada detrás de unas gafas oscuras. Tanto traje y tanta gafa me mosquean: son seguratas, fijo. Lo que no logro saber es a quién protegen con semejante revuelo de coches. Seguro que a Isidoro Alvarez no. Él, siendo el más poderoso del barrio, prefiere disfrazarse con aura de taxista.

Puerto Banús ha cambiado de fisonomía. Este año han aterrizado cientos -miles- de jóvenes árabes con formato occidental, procedentes en gran parte de los emiratos árabes. El destino vacacional de estos jóvenes millonarios era Beirut (concretamente Solidere, el barrio pijo que nació de las cenizas de la pasada guerra), pero el plan se les torció y vinieron a España. Notas en la moleskine: la muerte de Kiko Hohenlohe ha herido el corazón de Marbella. Sus restos serán enterrados aquí a principios de la semana próxima.

EL MUNDO
MADRID, 10 de agosto de 2006

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