Los Goya

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Lo peor que se puede decir de una ceremonia es que antes de empezar ya se barrunte mal presagio. Con los premios Goya sucede lo que pasaba con los antiguos exámenes orales de Bachillerato: el personal se santigua antes de empezar y se encomienda a las ánimas benditas. Construir una ceremonia de más de cuatro horas de duración para emitir un lunes de nevada por la noche, es una locura con smoking y pajarita. Si el año pasado hicieron un 24 por ciento de cuota de pantalla, este año se han conformado con un 18 y dé usted gracias. Como decía uno de los premiados “a esta hora no me estará viendo ni mi madre”.

Su madre, la mía y la de los demás o roncaban entre las sábanas o veían teletienda. Sinceramente, entre un cuchillo que corta como si fuera una chapa de cohete de la NASA, y el Goya a la sastrería, no hay color.

Lo mejor de la ceremonia es que pasa una vez al año.
Y, en esta ocasión, ni hubo pancartas ni reivindicaciones. Un pastiche a todo color que lejos de animar a ir al cine provoca reacciones cutáneas alérgicas. Se premian entre ellos, se aplauden entre ellos, se emocionan entre ellos, y por taquilla sólo pasan ellos.
Son tan plastas que es mejor que les envíen la estatuilla por Seur, al menos podremos dormir tranquilos.

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