El horno y los bollos

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

A Santi Santamaría ya le ha llegado la categoría de autor de best-seller: la gente no ha leído su libro pero habla de él con entusiasmo popular. El chef catalán hace el papel del mago que reventaba los trucos a David Copperfield, y por lógica corporativista el resto de cocineros le han plantado una cacerolada y, si pudieran, lo asaban a la espalda como a San Lorenzo lo pusieron en la parrilla. Si los antropófagos tuvieran un día al año para cocinar, seguro que le metían en la olla junto a unas verduras hasta alcanzar el punto de cocción adecuado. Santamaría denuncia que en la nueva cocina hay mucho de ficción y algo de sustancias tóxicas; tanto que si la Guardia Civil hiciera controles de ?gastrolemia? a más de uno le encontraban un alto nivel de productos químicos en sangre, (su tesis es que de muchos restaurantes de diseño salen ricos dopados que ignoran lo que han comido, aunque sí lo mucho que les ha costado).
Santamaría reivindica el honor de las lentejas y la lealtad inquebrantable de la tortilla de patatas que tanto ha hecho por las meriendas y banquetes de España. También reclama el buen nombre de las féculas y un canto del garbanzo que fue nuestra dieta nacional hasta que llegaron los platos preparados que acabaron con las cocinas de carbón. En ese momento las cocinas españolas ganaron en diseño y perdieron la categoría de fraguas de Vulcano donde el secreto estaba en el fuego lento. Eran auténticos infiernos, de ahí que estuvieran dotadas de ?infiernillo?.
?La cocina al desnudo? es un libro que podría tener una segunda parte aplicada a la política. Lo que pasa en el PP se puede explicar en clave de sustancias alucinógenas que enrarecen los sabores, como si Rajoy fuera un mal chef incapaz de conseguir el punto de sal, o cuajar una mayonesa en condiciones, (pero lo único que logra es romper huevos sin parar mientras una y otra vez se corta la emulsión por falta de entusiasmo). No hay política, ni cocina, que funcione sin emocionar al comensal. Rajoy sería el cocinero que saca los platos sin terminar y que apuesta por eliminar todos los condimentos con tal de ser él la única referencia en el paladar. Pero igual que hay días nublados también hay cocinas tristes. Lévi-Strauss hizo un clásico con su libro de antropología: ?Lo crudo y lo cocido?, cuando uno no tiene capacidad para cocinar tampoco sabe discernir que es lo crudo. Por eso Cascos aparece como hueso duro de roer.
En la cocina de Rajoy todos los ingredientes se han puesto en armas, y el orégano no se habla con las lentejas, los buñuelos andan regañados con el azúcar y el suflé tiene un dolor de cabeza tan enorme que se desinfla enseguida. Es lo que se llama la depresión del suflé y sus consecuencias sobre la pastelería doméstica. Ideologías al margen, ?infiernillos? aparte, Santamaría tiene razón: cuando el horno no está para bollos no queda otro remedio que acudir a las sustancias sicotrópicas para animar los platos.

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