Francisco y David se llamaban

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

Antes, cuando la funeraria se llamaba ?pompas fúnebres?, (mucho antes de que la calle Alcalá estuviera asfaltada), los entierros eran de tres categorías. En los de primera unos caballos negros con penacho, con cierto aire de vedetes de luto, tiraban de un armón negro y así el muerto quedaba como un marqués, (aunque fuera un duque). En cambio los entierros de tercera con que acudiera el difunto ya había demasiada gente; eran los hermanos fossores los que se encargaban de empaquetar al pobre al más allá. Todavía los Hermanos Fossores de la Misericordia trabajan en varios puntos de la geografía española; en Madrid no y quizá fueran necesarios.
Francisco y David habían nacido en el lado malo de la vida. Unos padres que viven en la marginación, una infravivienda junto a la M-45 y un cortocircuito hicieron el resto. El mayor, de año y medio, apenas sabía hablar pero la abuela no consigue quitarse sus gritos de la cabeza, (el otro era un bebé de siete meses, incapaz de gatear). Es verdad que los servicios de emergencia del Ayuntamiento de Madrid han estado junto a la familia. Dicen que la abuela está mal, y también los otros dos hermanos de siete y cinco años; ellos vieron como ardía la casa con los pequeños dentro, sin poder hacer más que gritarle al cielo encapotado de Madrid.
A Francisco y David no les harán un funeral en los jesuitas de la calle Serrano, y no seré yo quién diga que Dios sólo admite a los muertos de primera. Pero sí escribo que la situación penosa en la que vivían estos pequeños tenía que haber sido conocida por la autoridad competente, ya sea ésta municipal o autonómica, (el Defensor del Menor se tiene que preguntar qué se podría haber hecho para evitar este luto infantil). Ya que por Francisco y David podemos hacer poco, quizá sea el momento de plantear una legislación que se extienda al resto de chiquillos que viven con una calidad parecida a la de perros callejeros.
Es verdad que se tiran chabolas, y que se han realojado a doscientas treinta y seis familias de El Salobral, pero entre los escombros vuelven a instalarse otros que eran más pobres que los anteriores. Tapar la miseria con una excavadora es tan inútil como vaciar el mar con una concha, tal y como se le pasó a San Agustín de Hipona cuando vio a un ángel enfrascado en semejante tarea.
Existe cierto pasotismo de la autoridad municipal y autonómica. No sería de recibo devolver a los hermanos de Francisco y David a las catacumbas del estado del bienestar. Una vergüenza es tener chabolas en una ciudad que aspira a olímpica, pero una tragedia es dejar que los niños se críen y mueran a merced del diablo.

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