De Don José a Pepe-tronco

Por: RAFAEL MARTÍNEZ-SIMANCAS

El entorno imponía, la puesta de escena no podía ser más solemne: un retrato de José Antonio y otro del “caudillo” separados por un crucificado esculpido en policromía al que se le apreciaban las llagas sangrantes de la pasión. La mesa algo elevada gracias a una tarima que hacía las veces de caja de percusión de los pasos del maestro. A los lados un mapa de España en el que aparecían “Las Vascongadas”, los territorios de Guinea, Sidi-Ifni y Fernando Poo, y también litografías de santos de vida ejemplar.
Don José conocía las páginas de “La Enciclopedia Álvarez”, manejaba el latín con soltura y nos llamaba de usted, (como para no tenerle respeto). Alguien que se sabía todos los ríos de España y los afluentes del Ebro por la izquierda tenía que ser una persona muy docta; y lo era porque ser maestro era pertenecer a la autoridad, igual que el boticario del pueblo, el cura y el cabo del puesto de la Guardia Civil. Don José llegaba a la clase y los niños de ponían de pie, decían a coro “buenos días”, se sentaban sin hacer mucho ruido al bajar la banqueta; luego se abrían las tapas de los pupitres para completar un rito de instrucción casi militar. Y allí no se movía una mosca sin que Don José no la controlara, y ni una voz más alta que otra hasta que sonaba la campana del patio, momento en el que Don José se daba a la lectura del periódico con la parsimonia del que disfruta memorizando las esquelas.
De aquel maestro tocado con la púrpura de la sabiduría se pasó al profesor colega que igual daba clases de catequesis que escondía unas octavillas impresas en ciclostil para lanzarlas por la calle desde su vespa de quinta mano. Ese “profe-colegui” se quitó el don para ser José, a secas con su trenka, y dejó de recordar los afluentes del Ebro para hacer comentarios de texto con letras de las canciones de Mercedes Sosa. La transición comenzó el día en el que José escribió la palabra “libertad” en la pizarra y un bedel recogió los retratos de Franco y José Antonio para guardarlos en el almacén, de todas formas la mancha del marco quedó para recordar que todo había quedado “atado y bien atado”. Pero a José le interesaba más la clase en el patio, o la visita cultural, que el estudio académico de las cotiledóneas y dicotiledóneas que junto a la tabla periódica de elementos y la de logaritmos formaron parte de una pesadilla generacional.
Ahora, el nieto de Don José, maestro también como el abuelo, le llaman Pepe-tronco y le gastan putadas para grabarlas con el teléfono. Se refugia en la sala de profesores como si fuera “Fort Apache”, y tiene suerte cuando consigue cinco minutos seguidos de silencio en la clase. Carece de autoridad y los niños se ríen de él cuando no funciona el proyector con las filminas de Ciencias, y suerte tiene el día en el que no le atan unas latas al coche para que salga por la calle como si fuera un “toli”. Pepe-tronco tiene unas ganas locas de acertar una Primitiva y darse el “pirillo”, pero mientras tanto lleva en la cartera unas pastillas que le ha dado el médico para que no le suba la tensión. Y, recuerda, que a su abuelo le dieron un homenaje sus alumnos cuando se jubiló, y a él le darían otro homenaje si la excursión de fin de curso comenzara en enero y se prolongara hasta junio.

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