El jarron

Cuando el exceso de cariño se mezcla con otro de querer agradar no hay algo de menos gusto que obsequiar objetos grandes, aunque sean baratos, aunque sean una exageración, (aunque ocupe más la nevera de dos cuerpos que espacio haya en la cocina). Siendo niño contemplé una de las escenas más ridículas que he visto nunca: la llegada de un inmenso jarrón a Madrid con motivo del matrimonio de la boda de la nieta mayor de Franco.

Un grupo de nerviosos miembros del antiguo sindicato vertical esperaban a un gran motocarro que portaba lo que se podía considerar un bulto envuelto en una manta, atado con cuerdas. Era de noche, cortaron la calle, hasta el sereno se apuntó a ayudar en la operación. Alguien dijo: “listo, se puede enviar al Pardo” y allí se fue despertando a vecinos y a perros con el tubo de escape.

En efecto, era un jarrón-artefacto porque lo vi desde el balcón de casa, (Goya vio la carga de los mamelucos y yo el jarrón de la boda; cada uno lo suyo). Sabido es que en el querer no hay engaño pero regalar siempre fue un arte de buen gusto aunque sea el macetero comprado en un chino. Pero en la impudicia del “chandalismo” no hay reglas.

Alguien ha descubierto que una entronación es un acto solemne y se ha quedado tan pancho. Claro, ha de serlo. Y es cuando vuelvo a imaginar a otro grupo de esforzados acudiendo a otra tienda porque el pelota no se crea, sólo se transforma; quizá ellos no estén para elegirlos pero sí alguno de sus nietos que quieran agasajar a sus abuelos.

Del jarrón que no cabía regalo del sindicato espero que cualquier niño se lo cargara a tiempo porque era mitad ánfora, mitad monstruo repintado como labios de Carmen de Mairena, mitad orinal. Ya verán qué regalos les caen a los futuros monarcas; si hicieran una exposición en Palacio Real quedarían asombrados por las largas colas. No se trata de una boda pero vendrán mandatarios de otros países, puede ser muy colorista todo.

En mi imaginación volverá el del carromato porque alguien compre el mismo jarrón que acabó en el sótano de una tienda de El Rastro. Y dará vueltas por la historia con el nombre de una novela: El Jarrón Interminable. Algo tan feo debe tener más vidas que un gato.

Y la coronación claro que ha de ser solemne, es lo suyo, de otra manera quedamos a tomar unas cañas en una taberna de Atocha, y eso a Leti no se le hace, que conste. Se descubre cada cosa en algunas emisoras de radio que son para escucharlas de rodillas: “acto solemne”. Yo prefiero la historia del jarrón pintado como si fuera chino pero con laca de uñas. Decía Heráclito que todo es uno y lo mismo.

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